La canción del silencio

 

«El silencio...Buscar el silencio en la naturaleza...Pero...¿qué es
el silencio...? ¿Dónde está el silencio...? Hay, sin duda, un silencio
angustioso de noches interminables y febriles, durante las cuales el
rumor de la existencia no parece callar sino para dejarnos sentir mejor el
horrible vacío de nuestro corazón; y hay un silencio de
duelo y de muerte, un silencio que parece enterno y que nos rodea, nos penetra,
nos hiela; un silencio en cuyo reino la vida, más que suspendida está
agotada: es un silencio de las almas abandonadas...
 
Pero no son ésos, no, los silencios que anhelamos.
 
A veces vamos a buscar el silencio bajo las bóvedas frescas de alguna
iglesia antigua, a la hora en que los fieles están ausentes. Al entrar
experimentamos la deliciosa sensación de un callar profundo, apenas oloroso
a incienso. Nada se mueve en el santo recinto. En sus nichos los santos de piedra
parecen cerrar los ojos. Los oros mismos de los altares están como adormecidos en la
suave penumbra. Y sin embargo, algo hay que canta en el espacio vacío, algo que es cual en eco,
cual una larga nota temblorosa, que va desde la vidrieras historiadas del coro hasta el rosetón
de la fachada, y que envuelve el santuario entero en una deliciosa vibración.
Y es que los órganos no duermen nunca por completo en las viejas iglesias milagrosas.
 
En los cementerios de la aldea, donde también buscamos a veces la paz silenciosa, son
los cipreses los que cantan. No importa que no haya un solo soplo de aire, por
ligero que sea; no importa que los nidos estén vacíos desde el fin del otoño; ni
importa que ninguna rama se mueva...Allá arriba, muy arriba, queda siempre, entre
la sombría verdura del árbol doliente, algo que es una queja infinita, un suspiro interminable.
 
¿Y en los parques, en los viejos parques desiertos, donde ya ni el sátiro, clásico
sonríe en su zócalo enmohecido...? Allí, al amanecer, en los días de invierno, cuando
los troncos sin ramas parecen más arruinados aún que las columnatas derruidas; allí,
donde ya no quedan sino los mármoles rotos de alguna glorieta, donde todo es muerte,
donde todo es melancolía, donde todo es abandono; allí, en fin, donde los poetas
edificarán el templo simbólico del silencio, algo hay que murmura también una canción perpetua...
 
¿Qué? Nadie lo sabe a punto fijo...Tal vez el alma de los surtidores, secos desde hace
siglos...Tal vez las cortezas de los árboles, donde se ven iniciales grabadas con
cuchillos silvestres...Tal vez los boscajes que sirvieron de alcobas idílicas...
 
Y es que es muy difícil encontrar en el mundo un silencio completo.
 
Aun en el desierto, en medio de esas inmensidades de piedra en las cuales no se ve ni
una mata seca que pueda ser sacudida por el aire, en que el aire mismo parece ausente,
hay durante largas horas del día, una vibración, al principio imperceptible,
luego clara, muy clara y muy sonora: La vibración de la luz.
 

*


Pero, entonces, ¿no hay silencios?
 
Sí; sí los hay...Los hay de mil especies, de mil matices. Hay silencios ligeros, casi
alados, durante los cuales nos figuramos ver en un ángulo de nuestra estancia a
un ángel sonriente que con el índice en los labios, nos ordena que callemos para
no interrumpir la vasta armonía muda de los minutos que pasan; y hay un
silencio, que es un paréntesis entre dos tumultos, y que no nos inspira ni simpatía ni
confianza; y otro silencio que es vacío, que es incoloro, que es mustio; un silencio
que parece aburrirse, y que no tiene ni siquiera la conciencia de su grandeza;
y hay un silencio grave, tranquilo, el más bello tal vez, de seguro el más raro,
un silencio en que hasta nuestro pensamiento calla para dejarnos ver la vida en
amplios frescos de suaves matices, con horizontes muy tiernos, con lejanías muy
celestes y muy rosadas; y hay silencios nostálgicos, silencios nerviosos, silencios
inquietos; y hay grandes silencios místicos, a las horas del crepúsculo, en los campos
sin árboles, sin murmullos de fuentes, sin trinos de pájaros; silencios
absolutamente sublimes, durante los cuales nuestra alma se baña en claridades sobrenaturales
y nuestro amor se eleva hacia el cielo en un vuelo, sin el menor rumor de alas.
 
Pero todos estos son silencios relativos; todos hasta los que más completos parecen.
 

*


En cuanto a los verdaderos silencios, son aquellos durante los cuales nuestro
corazón, aun en medio del tumulto, no oye sino la voz de una pena, de una angustia,
de un luto...Y es que, ¡ay!, más que el paisaje, el silencio es un estado del alma...»
 
--Enrique Gómez Carrillo
 
La Canción del Silencio. Jerusalén y la Tierra Santa. Obras Completas. (1919)